Epigmenio Ibarra
05 marzo 2010
eibarra@milenio.com
Obligado estoy a postergar, una semana más, la segunda entrega de “A mí Twitter no me da miedo”. Dejo pendiente un debate con Ciro Gómez Leyva quien, sin referirse a mi escrito donde, por cierto, lo mencionaba con nombre y apellido, habla de “esos viejos resentidos del 2006 que eructan las diatribas de costumbre”. Al tiempo que “me pongo el saco”, pido al lector paciencia y comprensión.
Imposible resulta ahora para mí, y luego de escuchar la entrevista que Carmen Aristegui hiciera a la mujer y los hijos de Marcial Maciel, no ocuparme en este espacio de los muchos crímenes —que no pecados— cometidos por ese hombre indigno y también por aquellos que sabiendo callaban y los otros muchos que, pese a la evidencia, no querían oír ni ver ni dejar que esos crímenes salieran a la luz.
El manto de impunidad tejido por sus “hijos” y “hermanos” de la Legión de Cristo, que hoy se dicen sorprendidos y contritos, por la alta jerarquía eclesiástica, cuya voz ni siquiera se ha alzado, permitió a ese hombre seguir destruyendo vidas.
Otro tanto hizo la influencia desplegada por sus muchos y muy poderosos amigos que le permitió sortear o callar las muchas acusaciones que, desde muy temprano en su carrera religiosa, le fueron hechas.
No se trata sin embargo, como dicen hoy los Legionarios, de esperar mansamente a que sobre Marcial —“que ya está frente al Señor”— caiga la justicia divina por su “conducta impropia de un sacerdote católico”, sino de exigir que el peso de la ley de los hombres, que ya no puede castigar sus delitos, caiga sobre sus cómplices.
He tenido la fortuna, el privilegio, de conocer sacerdotes como los jesuitas Ignacio Ellacuria, Segundo Montes y Martín Baró que tuvieron la valentía de ser consecuentes, hasta el martirio, con su fe cristiana, que es —diría Serrat— también la fe de mis mayores. En ella crecí, de ella abrevé los principios de equidad y justicia.
Vivos en mi corazón están todavía monseñor Sergio Méndez Arceo y el arzobispo mártir Óscar Arnulfo Romero. Es en su nombre, en el de su memoria mancillada por Maciel y sus cómplices, que escribo y también en el de mi anciana y luchadora Madre para quien la fe, esa fe en nombre de la cual Marcial se hizo de tanto poder e influencia, es motor, aliento, esperanza y a quien hoy indigna, duele y avergüenza saber de los crímenes de Maciel.
Muchos sacerdotes se han comprometido, a lo largo de la historia de nuestro continente, con la causa de los más pobres, los más humildes. Han sabido ser —como lo fue Romero en El Salvador— la “voz de los sin voz” y han sido y son por ese motivo reos de inquisición, carne de presidio.
Marcial Maciel jugó siempre del lado contrario. Esclavo del dinero hizo todo, dando la espalda a los principios elementales de su fe, para servirlo y para servirse de él. Fue lo suyo, como lo es de la alta curia, el fasto y la opulencia.
Imposible resulta creer, oyendo de las andanzas de Maciel, que sus más cercanos en la Legión no supieran —siendo que se desaparecía continuamente— de su doble y hasta triple vida. Imposible pensar que la información de sus crímenes, los lamentos de sus víctimas no hayan corrido por los vasos comunicantes de la orden.
El voto de obediencia que ahora esgrimen como coartada no los exime en absoluto de responsabilidad. Le han fallado a Dios y le han fallado al César.
Al primero, a Dios, han de responder por sus pecados; allá ellos y su conciencia. Que hagan pues penitencia y que las puertas del paraíso se cierren ante ellos.
Al segundo, al César, han de responder por delitos que, a cualquier otro, debería poner a las puertas de la cárcel.
Otro tanto tendría que suceder con cardenales y obispos que en Roma, México y tantas capitales, y siendo tan duchos en el arte de la intriga y poseedores de tan vastos y eficientes aparatos de inteligencia, hoy se dicen ignorantes de “los pecados” de su hermano Maciel.
Con el dinero, poder e influencia que, a manos llenas hacía llegar Marcial a la alta jerarquía, compraba no sólo su silencio, sino también su absolución incondicional y las prebendas y privilegios que le volvieron figura prominente de la corte vaticana y la curia mexicana y tanto que, a punto estuvo, de ser beatificado.
Se hizo el papado de enormes riquezas vendiendo a los pobres e incautos indulgencia. Traficantes del reino de Dios los altos prelados han medrado siempre con la esperanza de obtener accesos directos al paraíso. Otras veces, en nombre de la extensión de ese reino en la Tierra, es decir de “su propio reino”, han organizado guerras y masacres.
Marcial no buscó a los pobres; dejó a otros, toda la iglesia para él era una orden mendicante, medrar con los centavos. Persiguió el oro puro, buscó a los ricos y les ofreció hacerlos pasar, con rumbo al cielo, por el ojo de una aguja asegurando a la Legión mientras tanto una buena tajada del botín en la Tierra.
Murió Marcial Maciel; sus crímenes, sin embargo, me temo, seguirán vivos mientras su red de complicidades se mantenga. Esos que antes negaron sus delitos hoy, para sobrevivir a la debacle, intentan negarlo a él.
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viernes, 5 de marzo de 2010
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