viernes, 15 de enero de 2010

UNA TRAGEDIA SOBRE OTRA

Epigmenio Ibarra
15 enero 2010
eibarra@milenio.com
A Gerard Pierre Charles. Un hombre extraordinario y pensando en Los heraldos negros de César Vallejo
Aun recuerdo el momento en que, a bordo de una avioneta, cruzamos la frontera entre República Dominicana y Haití. De pronto desapareció el verde. De la exuberante vegetación tropical pasamos a un desértico paisaje lunar. Todo desde el aire era desolación. Ni un árbol siquiera se alzaba desde ese suelo gris erosionado. Recordé entonces Quemada, la película de Gillo Pontecorvo que cuenta cómo el colonialismo europeo aplicó en el Caribe y para sofocar una insurrección de esclavos la doctrina de Tierra Quemada. Ese Haití que sobrevolábamos parecía vivir aún esa guerra implacable.
El aeropuerto estaba cerrado a vuelos comerciales. Los militares habían dado un golpe al primer gobierno de Aristide y tras un brevísimo interludio de libertad, euforia y esperanza el país de Papá y Baby Doc, de sus temibles sicarios, los tonton macoutes, volvía a hundirse en la oscuridad.
Nadie se acercó al avión, nadie nos pidió documentos. Simplemente desembarcamos, cruzamos el sitio donde deberían de haber estado despachando los oficiales de migración, luego la aduana y salimos de ese destartalado edificio. Afuera era el caos.
Cruzamos la ciudad en dirección al suburbio de Petion Ville en las alturas de una montaña que domina Puerto Príncipe donde vivían diplomáticos, funcionarios del gobierno y las familias pudientes de Haití. Aun había brotes aislados de violencia y se escuchaban, en los distintos barrios por los que pasábamos, algunos disparos.
En los pocos retenes en que fuimos detenidos por la tropa durante nuestro trayecto me sentí, por primera vez, tras largos años de ejercer el oficio de corresponsal, totalmente expuesto, radicalmente visible.
Lo mismo me sucedió al otro día al caminar por las calles del centro de la capital. No había manera de pasar inadvertido; la tez blanca me delataba. “Blanc, blanc…”, me gritaban por todos lados.
En otros sitios, en otras guerras, había aprendido a mimetizarme de alguna manera, a desaparecer, manipulándola con discreción, la cámara de tv y a despojarme de chaleco, credenciales colgando del pecho y aquellas maneras que, en cualquier parte del mundo, delatan a los periodistas extranjeros.
En Haití no pude hacerlo; era todo el tiempo extranjero, todo el tiempo periodista, todo el tiempo visible.
Acostumbrado ya a esa realidad, cargándola en vilo más bien, la miseria generalizada, dolorosa, punzante se apoderó entonces de todos mis sentidos. Primero me golpeó la vista, luego el olfato, después, como un mazo, el corazón.
Había tenido el dudoso privilegio de haber estado antes en muchos de los sitios más castigados brutalmente por el conflicto y la miseria. Todo cuanto hasta entonces había vivido se vino abajo. Los campos de refugiados en Centroamérica, los del Oriente Medio, las ciudades perdidas de las periferias latinoamericanas. Nada podía compararse con esa ciudad cuyos signos dominantes eran la desolación, la desesperanza, la pobreza aplastante.
En cumplimiento de la tarea periodística estuve entonces en el palacio nacional, en la catedral, en el parlamento. Que esas instituciones, incluso que esos edificios, estuvieran entonces en pie era sólo un decir. Aquello se caía ya a pedazos y no se trataba sólo del resultado del desorden natural que un golpe de Estado produce. Qué va. Aquellas ruinas en pie se veían tan viejas como las del centro de la Managua somocista devastada por el terremoto.
El problema era que allí, en esas ruinas, vivía gente, despachaba un gobierno o algo que, a punta de fusil y machete, decía ser un gobierno.
Entrevistamos al dictador en turno; un gorila ilustrado obsesionado con El general en su laberinto de García Márquez y por días trabajamos recorriendo la ciudad, los barrios de chozas de cartón, pegados al mar, los derruidos edificios del centro donde se apilaban centenares de miles de habitantes. Nos fue conquistando la gente y doliendo todavía más su desesperanza.
Luego, una noche logramos entrevistarnos, en la clandestinidad, con Gerard Pierre Charles y hablamos largo porque si se trata de desventuras, abusos, traiciones y otras afrentas continentales largo, muy largo, hay que hablar de la historia de Haití.
Cien mil muertos dicen que ha habido a causa del terremoto. No me extrañaría que fueran incluso más. Nadie, en medio de ese olvido ancestral, de esa pobreza, tenía ahí manera de defenderse de una catástrofe natural.
Para un país en ruinas; devastado por el colonialismo europeo, invadido por los estadunidenses que lo dejaron luego a cargo de una dinastía de asesinos; “sus hijos de puta” los Duvalier, expoliado por unos cuantos, masacrado, torturado, olvidado por la América Latina, dejado de la mano de Dios, un terremoto así no podía menos que acabar de sepultarlo.
Pensar en el Haití golpeado por la tierra debe hacernos pensar en el Haití golpeado por el hombre. Sólo así entenderemos la magnitud de la tragedia.
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