“Quería darle una cachetada al presidente”
Juan Pablo Becerra-Acosta M./enviado
milenio
Luz María Dávila, la mujer que increpó a Felipe Calderón, recordó lo que la impulsó a pararse frente al jefe del Ejecutivo federal.
Luz María Dávila fija los ojos en un punto del piso de su modestísima casa ubicada en el barrio popular de Villas de Salvárcar, a una calle del sitio donde el 30 de enero un grupo de sicarios masacró a 15 jóvenes, entre ellos a sus dos hijos, Luis, de 17 años, y Marcos, de 19. Fija la mirada en el piso y recuerda lo que ocurrió el jueves pasado: se ve a sí misma parada frente al Presidente de la República. Recrea en su memoria la mirada que Felipe Calderón le lanzaba mientras ella lo increpaba. Interpreta lo que, según ella, le decían los ojos presidenciales, y confiesa:
—Ganas tenía de darle una cachetada… Sentí que me miraba como diciendo: “¡Ya cállese, señora! ¡Ya váyase!”… Ganas no me faltaban…
Aquí está Luz María, la mujer que trabaja de las seis de las mañana a las tres y media de la tarde en una maquiladora; la esposa de un vigilante de la misma empresa, José Luis Piña; la madre de dos varones que estudiaban y laboraban de empacadores; la mujer que, sentada en la salita de su hogar, ya no aguanta las lágrimas que le inundan los ojos al evocar a sus hijos masacrados aquí cerquita, a unos metros de esta casa donde se acaba de rezar y cantar el último novenario en memoria de los Piña, que ya sólo están vivos en fotos alumbradas por veladoras.
Luz María vuelve a recordar lo que le dijo al Presidente. Escucha las palabras que le lanzó frente al gobernador de Chihuahua, José Reyes Baeza, y el alcalde José Reyes Ferriz:
—Discúlpeme, señor Presidente, pero no le doy la mano porque usted nos es mi amigo. Yo no le puedo dar la bienvenida porque para mí usted no es bienvenido… Nadie lo es… El Ferriz y el Baeza siempre dicen lo mismo, pero no hacen nada, señor Presidente, y yo no tengo justicia: tengo muertos a mis dos hijos… Quiero que se ponga en mi lugar: no es justo que mis muchachitos estaban en una fiesta y los mataran… ¡Quiero que usted se disculpe por lo que dijo, que eran pandilleros! ¡Es mentira! Uno estaba en la prepa y otro en la universidad… Estudiaban y trabajaban… Yo sólo quiero que se haga justicia…
—Por supuesto… -asintió Calderón.
—¡No me diga “por supuesto”! ¡Haga algo! ¡Si a usted le hubieran matado a un hijo, usted debajo de las piedras buscaba al asesino!
Ya está aquí de nuevo Luz María, después de su regresión, y explica lo que sentía ahí, parada frente a los hombres y mujeres del poder:
—Sentía coraje, mucho coraje… Sentía que una fuerza me impulsaba, como que no era yo, y que tenía que decirle todo eso…
—Estaba frente al Presidente…
—Yo no le veía como Presidente. Es cualquier persona. Nada iba a detenerme a decirle lo que… Ni siquiera sabía qué iba a decir, salió del coraje. Yo hice ahí lo que otras gentes no se atreven por miedo, así que lo hice por mis hijos, por otros hijos, y por otras familias. Yo era puro coraje y de ahí salió la fuerza: yo pensaba en mis hijos y en que eso no se podía quedar así…
Luz María de Ciudad Juárez:
—Ahora aquí donde quiera hay sangre y ejecutados…
Ejecutados como sus hijos. Y sangre como la de sus hijos…
Empujo la puerta de la casita número 1310 de la calle Villa del Portal, a unos pasos del hogar de Luz María, y cede. No hay muebles. No haya nada. Es la escena de un crimen. Cruzo lo que era la sala y el comedor hasta un rectángulo escondido que quizá era un desayunador ubicado junto a la cocina. Aquí fue. Tres muros tienen numerosos impactos de bala, de cuernos de chivo, de fusiles AK-47. Uno de los proyectiles incluso perforó y deshizo el muro. Hasta aquí llegaron los sicarios: hasta la cocina de una casa. Aquí masacraron a los jóvenes: tres paredes están, desde el piso hasta el techo, salpicadas de sangre. Parece un tríptico lleno de manchas rojas, testimonio del terror cotidiano de Ciudad Juárez, donde cada día hay al menos tres ejecutados, uno cada ocho horas. Como los adolescentes y jóvenes que cayeron aquí, junto a estos muros de sangre.
A la vuelta de la casa de Luz María, frente a un parque, hay muchas pintas. Una de esas leyendas recita:
“Que hablen los muros de lo que las balas callan”.
Hablan los muros ensangrentados de Juárez, como esos donde quedó la sangre de los hijos de Luz María…
Luz María Dávila, la mujer que increpó a Felipe Calderón, recordó lo que la impulsó a pararse frente al jefe del Ejecutivo federal.
Luz María Dávila fija los ojos en un punto del piso de su modestísima casa ubicada en el barrio popular de Villas de Salvárcar, a una calle del sitio donde el 30 de enero un grupo de sicarios masacró a 15 jóvenes, entre ellos a sus dos hijos, Luis, de 17 años, y Marcos, de 19. Fija la mirada en el piso y recuerda lo que ocurrió el jueves pasado: se ve a sí misma parada frente al Presidente de la República. Recrea en su memoria la mirada que Felipe Calderón le lanzaba mientras ella lo increpaba. Interpreta lo que, según ella, le decían los ojos presidenciales, y confiesa:
—Ganas tenía de darle una cachetada… Sentí que me miraba como diciendo: “¡Ya cállese, señora! ¡Ya váyase!”… Ganas no me faltaban…
Aquí está Luz María, la mujer que trabaja de las seis de las mañana a las tres y media de la tarde en una maquiladora; la esposa de un vigilante de la misma empresa, José Luis Piña; la madre de dos varones que estudiaban y laboraban de empacadores; la mujer que, sentada en la salita de su hogar, ya no aguanta las lágrimas que le inundan los ojos al evocar a sus hijos masacrados aquí cerquita, a unos metros de esta casa donde se acaba de rezar y cantar el último novenario en memoria de los Piña, que ya sólo están vivos en fotos alumbradas por veladoras.
Luz María vuelve a recordar lo que le dijo al Presidente. Escucha las palabras que le lanzó frente al gobernador de Chihuahua, José Reyes Baeza, y el alcalde José Reyes Ferriz:
—Discúlpeme, señor Presidente, pero no le doy la mano porque usted nos es mi amigo. Yo no le puedo dar la bienvenida porque para mí usted no es bienvenido… Nadie lo es… El Ferriz y el Baeza siempre dicen lo mismo, pero no hacen nada, señor Presidente, y yo no tengo justicia: tengo muertos a mis dos hijos… Quiero que se ponga en mi lugar: no es justo que mis muchachitos estaban en una fiesta y los mataran… ¡Quiero que usted se disculpe por lo que dijo, que eran pandilleros! ¡Es mentira! Uno estaba en la prepa y otro en la universidad… Estudiaban y trabajaban… Yo sólo quiero que se haga justicia…
—Por supuesto… -asintió Calderón.
—¡No me diga “por supuesto”! ¡Haga algo! ¡Si a usted le hubieran matado a un hijo, usted debajo de las piedras buscaba al asesino!
Ya está aquí de nuevo Luz María, después de su regresión, y explica lo que sentía ahí, parada frente a los hombres y mujeres del poder:
—Sentía coraje, mucho coraje… Sentía que una fuerza me impulsaba, como que no era yo, y que tenía que decirle todo eso…
—Estaba frente al Presidente…
—Yo no le veía como Presidente. Es cualquier persona. Nada iba a detenerme a decirle lo que… Ni siquiera sabía qué iba a decir, salió del coraje. Yo hice ahí lo que otras gentes no se atreven por miedo, así que lo hice por mis hijos, por otros hijos, y por otras familias. Yo era puro coraje y de ahí salió la fuerza: yo pensaba en mis hijos y en que eso no se podía quedar así…
Luz María de Ciudad Juárez:
—Ahora aquí donde quiera hay sangre y ejecutados…
Ejecutados como sus hijos. Y sangre como la de sus hijos…
Empujo la puerta de la casita número 1310 de la calle Villa del Portal, a unos pasos del hogar de Luz María, y cede. No hay muebles. No haya nada. Es la escena de un crimen. Cruzo lo que era la sala y el comedor hasta un rectángulo escondido que quizá era un desayunador ubicado junto a la cocina. Aquí fue. Tres muros tienen numerosos impactos de bala, de cuernos de chivo, de fusiles AK-47. Uno de los proyectiles incluso perforó y deshizo el muro. Hasta aquí llegaron los sicarios: hasta la cocina de una casa. Aquí masacraron a los jóvenes: tres paredes están, desde el piso hasta el techo, salpicadas de sangre. Parece un tríptico lleno de manchas rojas, testimonio del terror cotidiano de Ciudad Juárez, donde cada día hay al menos tres ejecutados, uno cada ocho horas. Como los adolescentes y jóvenes que cayeron aquí, junto a estos muros de sangre.
A la vuelta de la casa de Luz María, frente a un parque, hay muchas pintas. Una de esas leyendas recita:
“Que hablen los muros de lo que las balas callan”.
Hablan los muros ensangrentados de Juárez, como esos donde quedó la sangre de los hijos de Luz María…
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