jueves, 28 de enero de 2010

LAS PALABRAS CUENTAN

Adolfo Sánchez Rebolledo
Las palabras cuentan. ¿A qué se refiere Felipe Calderón, Presidente de la República, cuando afirma desde el gobierno que debe ser la ciudadanía la que rompa los aparatos partidistas. ¿A qué viene ese tono engallado contra partidos, que no son el suyo, cuando en el Foro del Senado se escucharon voces fuertes, pero sensatas en torno a la iniciativa de reforma política enviada por él? ¿No es ésa la tarea propia de los legisladores, la responsabilidad de los especialistas convocados a dar su opinión?
¿Cómo puede decir el Presidente que quienes critican o rechazan sus propuestas no tienen confianza en los ciudadanos o quizá (la) tengan más en los aparatos partidistas que en los ciudadanos mismos? Es obvio que la catilinaria lanzada a los parlamentarios del PAN no fue fortuita, pues la pieza oratoria viene a ser como la primera campanada de la larga marcha electoral del blanquiazul hacia 2012 y una buena ilustración de la manera en que el panismo entiende la disciplina partidista, el liderazgo presidencial y la responsabilidad subalterna de los legisladores ante las grandes líneas trazadas por el mandatario.
Los asesores estratégicos del gobierno han llegado a la conclusión de que la única manera de trasladar la irritación de los ciudadanos hacia la Presidencia y sus potenciales candidatos consiste en hallar un culpable universal, identificable con la clase política y más concretamente con la partidocracia que hoy juega en la oposición o, si se aprietan los términos, en la ilegitimidad pretransicional, habida cuenta la argumentación más socorrida en el asunto discutible de las alianzas. La ciudanización del panismo, estimulando las fibras del temor, el desencanto, las ambiciones no disimuladas de unos pocos o las inercias creadas por el clientelismo oficial, es el punto de partida de un vasto operativo ideológico al que concurren con entusiasmos diferenciados los medios, grupos empresariales impacientes y/o temerosos de que las presiones se salgan de madre, la jerarquía católica que todos los días muestra su desprecio por el pluralismo y los opinadores que nunca entienden por qué se critica la buena fe presidencial. En fin, la reforma postransición de Calderón no está mal porque algunas de las propuestas contenidas sean desmedidas o inoportunas, excluyentes (véase el galimatías de la doble vuelta, por ejemplo), sino que a esas limitaciones debe añadirse la falta de visión que la retórica sobre las urgencias de la ciudadanía no logra ocultar.
La intención reformadora, más allá del deseo pueril de subordinar el Congreso al neopresidencialismo panista, pretende homologar el sistema político mexicano con el modelo bipartidista del que provienen sus paradigmas, dejando algunas puertas de entrada a la presencia testimonial de la izquierda.
Para avanzar, el panismo se apoya en los prejuicios apolíticos, especialmente entre las clases medias, en la debilidad de la cultura democrática general y, en efecto, en la tradición de impunidad, corrupción e ineficacia que suele acompañar a los políticos, dándole credibilidad a las quejas corrientes en ausencia de verdaderos debates críticos. Pero aunque muchos de sus fieles seguidores son visceralmente antipolíticos, es imposible eludir el hecho de que el PAN es un partido viejo y resabido, dirigido por políticos profesionales que viven de ello (nada que objetar si es transparente) marcado por la historia y la ideología dados sus vínculos fundacionales con el mundo conservador y buena parte del empresarial.

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