Carlos Monsiváis
“Los mexicanos tienen la televisión que se merecen”, dijo Emilio Azcárraga Milmo. ¿Uno merece lo que no puede evitar o se amolda en los intersticios de lo irremediable? En esto como en todo, las comunidades han sentido que la falta de alternativas se compensa con el círculo vicioso: la disminución oprobiosa de oportunidades se vuelve a fuerza el entretenimiento creativo. “El hombre natural no puede distinguir lo que ve de lo que cree ver”.
* * *
Hasta hace unos años, México, según la televisión, es la negación sistemática de las mayorías, a las que suplantan el Presidente de la República, los líderes, la pareja romántica (con sus privilegios), el locutor, los comerciales, y la voz del gobierno y las empresas. Pero no hay tal cosa como el pueblo o la gente en el enfrentamiento a sus necesidades reales, las apetencias no suscritas por los comerciales, los deseos legítimos y legales no autorizados por la Iglesia. Lo que hay es la invención de las comunidades dóciles y festivas... ¿Y luego qué sucede? Aparece una versión del Pueblo (La Gente), no necesariamente falsa en los detalles pero irreal o mentirosa en el conjunto, porque ante las cámaras y ante el aparato de televisión se actúa de modo finalmente idéntico: la persona escenifica a la Gente, y el Nosotros ansioso de salir en pantalla sustituye al Yo que anhela la posesión de la singularidad. Aun si no está ante cámaras el individuo reacciona a pedido, y lo hace desde el libre albedrío: “Voy a fingir que me divierto para que no me digan aburrido, voy a fingir que me emociono para que no me digan insensible, voy a fingir que me indignan los políticos que la tele denuncia para que no me digan indiferente, voy a fingir que me entusiasman los comerciales porque me dan la oportunidad de estar largo rato con la familia”.
Quizás lo de fingir sea excesivo, ¿pero de qué otro modo calificar el sometimiento del Querido Público (que ha sido República) al medio que distribuye las imágenes? “Si no estoy en pantalla nadie registrará mi existencia, y aunque sé que no tengo por qué salir en pantalla, mi voluntad de aparecer es la imagen previa de que me nutro y que me ampara ante mi insignificancia. La televisión me vincula con las tres familias a la disposición: el mundo, la nación y mi familia, y esa inclusión hace que me eternice ante el aparato esperando el momento de reconocerme en la multitud saludando, o en el estudio, al responder a las preguntas. Algún día saldré, allí donde nunca estuve”.
Características de los años recientes
— El habla de los programas cómicos se sexualiza a través del albur (el ingenio que llega tarde a la repartición de libertades) y se institucionaliza con el costumbrismo.
— El reality show se traslada a la sicología colectiva (en el futuro inmediato todo el mundo tendrá derecho a que su vida sea una telenovela de cien capítulos por lo menos).
— Los escándalos policiacos atraen desmedidamente, “si no soy el muerto, quiero ver el programa”, y el gobierno federal aprovecha del escándalo para golpear a sus adversarios y para decir que sus propios escándalos están citados fuera de contexto.
— Se da ya, y de manera sistemática en un sector, la perspectiva de género. El feminismo, en sus diversos planteamientos, es una visión del mundo crítica y complementaria, y las exhibiciones del machismo tradicional carecen ya de la persuasión suficiente como para resultar graciosas. La presencia de conductoras —el caso de Carmen Aristegui— es una de las muchas señales del fenómeno.
— A fin de cuentas, lo que hay de memoria histórica le corresponde a la izquierda. Si algo caracteriza a la derecha es su empecinamiento en los dogmas, no es la memoria histórica. Si quieren elogiar a sus héroes de la Cristiada, los beatifican o santifican, pero no recuerdan sus nombres o acciones. Han eliminado su pasado cultural o intelectual, y no leen a sus clásicos, para empezar a Lucas Alamán. Es, para decirlo pronto, una derecha analfabeta en lo fundamental y casi siempre en lo secundario. Por lo mismo, agradece los servicios de la televisión privada, pero no verifican los detalles. En cambio, las opiniones y los juicios de la izquierda, sí perduran a corto, mediano y largo plazo.
— La aparición de internet es el principio de la Gran Alternativa. Los adolescentes y los jóvenes pasan gran parte de su tiempo frente al PC o laptop, y de allí desprenden lo que van necesitando y la interacción tiene una fuerza que el rating no ha conocido.
— Hay una religiosidad indudable del televidente, en el sentido de experiencia totalizadora. No es que el televidente crea al pie de la letra en los mensajes televisivos, ni que ajuste su vida a lo dictado por los programas; sino que no concibe su vida sin ajustar a diario su sicología ante la televisión. No es el contenido de la televisión, sino su existencia misma lo que norma el uso de su tiempo. Y lo secundario son las versiones del entretenimiento y la información, la captación de la moda, y la obtención de los rumores que auspician la conversación social. (Si, en un nivel, las noticias nacionales en televisión no se oyen como chismes, no son creídas.);
— con la llegada de las series en cable vuelve a instalarse la idea de que los productos televisivos pueden cambiar la vida: Oz, Six Feet Under, The L Word, Desperate Housewives, Sex and The City, Queer as Folk, The Sopranos, todo lo que habla de los nuevos e irrefrenables estilos de vida.
El siglo XXI, la aparición de lo mediático y el pleito por la posesión del espacio público.
En el siglo XXI, un término, lo mediático, se vuelve el adjetivo último, la referencia al imperio de la imagen. El poderío de las empresas que manejan lo mediático se da cuando los políticos se atienen a su creencia en la televisión como si ésta combinara el ágora, la profecía y el milagro de transformar un discurso inarticulado en un comercial de primera. No aparecer en la tele, no tener continuidad mediática es habitar la obsolescencia planeada (la senectud es una niñez planeada). En su miedo sacramental, los políticos dudan en atribuirle a la televisión la posesión de lo realmente visible y creen que desaparecer de la pantalla es volver a las campañas donde se visitaba todas las casas y se repartían sonrisas en la calle.
Además de las razones específicas (cada ilusión de prestigio es un mundo), lo innegable es el poder del medio, que maneja las imágenes de conjunto de la realidad internacional, de las sociedades nacionales, de la colectividad, de los gustos masivos, del humor que los niños (y los adultos) merecen por indefensos. Todavía hoy no se discute seriamente la certidumbre que es una condena: la televisión es el único espejo social y gubernamental al alcance, sólo allí nos vemos, nos intuimos, nos irritamos sin esperanzas, nos alegramos, nos reconocemos. De allí el atractivo de los reality shows, y el alborozo ante los controles remotos que son la única prueba de la existencia de la multitud. El gasto desproporcionado en spots, el suponer que el verdadero nacimiento de un político ocurre con su primer spot, lleva a la proclamación del milagro: “Luego de este alud de imágenes, no seré un político sino una aparición”. La televisión muestra y desvanece a las personas y, de no tratarse de momentos climáticos, casi logra lo mismo con la mayoría de las causas. ¿Quién la enfrenta?
Escritor
domingo, 24 de enero de 2010
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