Epigmenio Ibarra
29 enero 2010
eibarra@milenio.com
En el 65 aniversario de la
liberación de Auschwitz
La intolerancia como la guerra, a la que con frecuencia precede, provoca, alienta y profundiza, es también, como dice el poema, un “monstruo grande y pisa fuerte...”. Muchas veces, sin embargo, no se dan cuenta los pueblos de cómo este monstruo, esta hidra de mil cabezas, impulsado desde el poder político, el dinero y el púlpito, se va apoderando de ellos y avanza destruyéndolo todo.
La paz, la libertad, la democracia, la justicia, los derechos humanos caen hechos añicos a su paso y sólo cuando es demasiado tarde suele la gente lamentarse por haberse rendido ante ella.
¿Cuánto dolor y cuánta sangre ajena y propia costó, por ejemplo, a los alemanes haber permitido que el virus del nazismo se extendiera? ¿Cuántos millones de seres humanos tuvieron que morir antes de que esos mismos alemanes entendieran que fueron ellos, voto a voto unos, con su indiferencia otros, con su concurso activo en la barbarie los más, los que encumbraron a Hitler y abrieron así las puertas del infierno en la Tierra?
La tentación de imponer a toda costa su verdad, sus dogmas sobre otros, de dictaminar sobre lo que es correcto, normal, natural y lo que es perverso, pecaminoso, contrario a los designios de Dios o, lo que es lo mismo, de la naturaleza o peor todavía del partido o del régimen, del clan o de la raza. La perniciosa inclinación a descalificar primero, luego segregar y finalmente destruir a quien se ve, piensa o actúa diferente es una enfermedad congénita que, de alguna manera, nos es común a todos los seres humanos.
Ahí está, en mentes y corazones, siempre latente, siempre a punto de brotar y con enorme virulencia y rapidez extenderse por todo el cuerpo social. Los resortes que la activan son siempre los mismos: la inseguridad, el miedo a la muerte, la angustia. También son siempre los mismos los agentes que producen sus brotes epidémicos: Mesías, falsos profetas, salvadores de la patria, dictadores, promotores de la fe ciega y la verdad absoluta, inquisidores, charlatanes, publicistas.
Es en tiempos de crisis económica, política, moral, como los que vivimos en nuestro país, cuando el ser humano está más expuesto al contagio y es también en esos tiempos cuando surgen individuos, organizaciones, partidos y gobiernos que sacan provecho de esa predisposición genética a la intolerancia —por llamarla de alguna manera— y explotan, para su propio provecho, nuestros más primitivos y oscuros instintos.
Quebrar el frágil equilibrio social es siempre más fácil que establecerlo.
Sé que en tiempos de aparente “normalidad democrática”, como la que vivimos en México, decir siquiera que podemos desbarrancarnos en ese abismo suena a muchos exagerado. No es mi propósito, sin embargo, hacer un discurso apocalíptico. Advierto y me preocupan la aparición entre nosotros de cada vez más signos del ominoso avance de la intolerancia y su natural compañero de viaje, el autoritarismo.
Estos signos están presentes en casi todos los órdenes de la vida pública. Su expresión más vivida y reciente es la ofensiva conjunta desatada desde el púlpito por la alta jerarquía católica y desde las más diversas tribunas y foros, incluso el de la SCJN, por el gobierno de Felipe Calderón contra el derecho a decidir de las mujeres y las reformas a la ley, que, en la Ciudad de México y para honra de la capital del país, permiten a los homosexuales contraer matrimonio y adoptar hijos.
Se equivocan aquellos que piensan que sólo las mujeres en condiciones de decidir si abortan o los homosexuales son el objetivo de esta ofensiva. Somos todos los que estamos en la mira.
La tarea corrosiva de la intolerancia empieza descalificándoles desde el púlpito o la pantalla, tildándoles de criminales en el caso de las mujeres, de perversos y anormales en el caso de los homosexuales. De ahí al linchamiento mediático y social hay sólo un paso y los resultados de las más recientes encuestas son sólo muestra de la raigambre de los prejuicios y de alta eficacia con la que opera la predica intolerante.
Luego viene el componente de gobierno. Se endereza entonces, desde la misma Presidencia de la República que utiliza a la PGR como instrumento confesional, una ofensiva jurídica para revertir las reformas y en los hechos negar a individuos, a semejantes, el derecho a una vida digna y plena. ¿Qué seguirá después?
La forma en que los órganos de seguridad del Estado libran algunos de los combates de la guerra no declarada contra el crimen organizado es también expresión de esa intolerancia creciente.
El ejército, la marina y los cuerpos de seguridad empiezan a actuar por encima de la ley y aplican a sus enemigos, sin más, la ley del Talien. “Todo se vale” cuando el miedo aprieta. El temor de la población acredita, avala y legaliza en los hechos la actuación criminal de quienes debieran actuar en defensa del estado de derecho.
Y todo esto en medio de un clima creado, a punta de un bombardeo inclemente, por expertos que —a la manera de Goebbels— pulsan, manipulan, exacerban con la propaganda los más primitivos instintos. Haciendo, además, tal ruido que es imposible escuchar, sentir el avance de ese monstruo grande…
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viernes, 29 de enero de 2010
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