Pedro Miguel
La Jornada
El pasado día 8, Calderón se jactó –como si fuera mérito suyo– de que la prensa mexicana puede criticarlo abiertamente, incluso en el exceso del escarnio o la burla
(http://bit.ly/a8a1Rp).
No dijo nada sobre las infinitas burlas que el país le ha tolerado a él y no se ha dado cuenta, al parecer, de que es él, el propio Calderón, el que ha hecho escarnio sistemático de la institución presidencial: alguien que, tras hacerse del control de las instituciones, las emplea como juguetes bélicos, sacrifica a la gente para satisfacer sus ansias lúdicas y encima pretende que se le agradezca la gestión. No es un estadista, sino un individuo execrable y peligroso.
Él lo que quería era tener juguetes, pero la guerra ha dejado de ser un juego, el Estado ha perdido la capacidad de garantizar la vida, la integridad y los bienes de quienes residen en el territorio nacional (http://bit.ly/bDqFIQ) y la política ya casi no ofrece vías para recomponer al país porque, con el propósito de monopolizar el control del gobierno y de los organismos autónomos, la oligarquía ha roto los vínculos entre representantes y representados; la mayor parte de los legisladores y funcionarios no actúan en función de las necesidades de los votantes sino de los intereses de grupos de poder empresariales, financieros, mediáticos o delictivos.
Ahora, para retomar el rumbo, al país ya no le basta con hacer entender a Calderón que el Ejecutivo federal no es un juego, que la nación no es un set de guerra, que sus habitantes no son de hule, y que él ya no está en capacidad de resolver nada de nada, ni siquiera convocando a todos los bandos armados y con control de territorio a una ronda de negociaciones marca Mattel. Tampoco los otros integrantes de la mafia que gobierna podrán hacer gran cosa, por la simple ra-zón de que aceptaron ser piezas en el tablero de un juego enloquecido cuyos resultados generan muertos, desempleados, miserables, resentidos y marginados de carne y hueso.
Si quiere volver a tener un país que sirva para vivir en él y no para morirse (de hambre o a balazos), la sociedad deberá organizarse al margen del jugador y de sus compinches, dar la espalda a los asesinos de todos los bandos e instaurar un proyecto de nación que mire hacia la vida y no hacia la muerte.
Fácil no será, pero no hay, al margen de la violencia, otro camino. El jugador y sus cómplices continuarán absortos en su ocupación en tanto la gente no se plante frente a ellos y les comunique, en voz serena pero firme, que el juego ha terminado.
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