La Jornada
En ese enorme conjunto de seres humanos que se debaten entre la precariedad, la honesta medianía y la sobrevivencia, se destaca un grupo, creciente y decidido, que ha hecho consciente su situación y destino. Surgen en todos los rincones de la patria, cavilan con premura aunque sea en solitario. Atisban con ahínco cualquier indicio que les ayude a expandir su conciencia. Se unen a grupos de discusión y lectura, ayudan a sus congéneres menos favorecidos a canalizar sus reclamos y desesperación. Forman la base orgánica de un cambio de ruta, de gestión que se organiza desde debajo de la sociedad. Desafortunadamente, también es fácil encontrar individuos que por escalar, por salir de su atolladero y romper sus limitantes, están dispuestos a todo. El cinismo para aceptar dádivas o hacer negocios sin solicitar explicaciones, sin conocer orígenes, les lleva, a otros tantos, a incidir en conductas que bordean o, de plano, se introducen en las áreas delictivas. El miedo al retroceso en la apropiación de un cacho de respetabilidad motiva a otros a preferir la continuidad de lo conocido, aunque les cause un malestar insoportable.
El arrellanarse con el entorno sin meditar en las causas, en los orígenes, en los pormenores de las angustiantes condiciones de la actualidad nacional es práctica bastante extendida. Todo un conjunto de la población, ése que se sitúa en ingresos que bordean la pobreza pero que todavía esperan ascender, se hacen o son, en verdad, sordos, reacios, impermeables a las prédicas efectivas de que una vida mejor es factible. La resignación está bien sembrada en la memoria orgánica de amplias capas de esa población y, no sin dolor, caminan hacia su propio sacrificio. Es por eso que la derecha, con su engañosa retórica del bien común, de la decencia, del bien decir, de la fe o la condición inalterable, heredada, les hace caer en sus hipócritas redes. Pero también los captan aquellos que ofrecen un cambio sin contenidos ni concreción real, sin rendición de cuentas. Son, en efecto, derechosos que se disfrazan de progresistas, de agentes de la modernidad y ensayan un número ya bien probado. Van por la marchanta de los votos en subasta, por la piñata de las bicicletas, los mil pesos con cámara de celular, por las promesas firmadas ante notario.
Pero las terribles condiciones de deterioro de las mayorías nacionales, esas que ingresan al presupuesto familiar menos de 9 mil pesos, 80 por ciento del total, han logrado formar, en su centro, un sólido conjunto núcleo de rebeldes. Son hombres y mujeres que han comprendido, con desconocida e inusitada profundidad, que su apretujada condición no es producto del destino ni obedece a un designio inapelable, sino que se origina en la aplicación de un modelo expoliador. Un modelo diseñado por encargo para beneficiar a unos cuantos de dentro y de afuera. Un modelo que, en México, se ha aplicado a rajatabla y con un condimento bien sazonado de corrupción que lo ha hecho injusto e inoperante. Y esos rebeldes están actuando a manera de reactivos sobre los demás que los rodean. Son guías, modelan la opinión (no se habla aquí de ésos que peroramos en los medios) entre sus semejantes con el mero ejemplo, por su sola presencia, por sus alegatos cotidianos entre y con sus iguales. Son, al mismo tiempo, sembradores del descontento consciente. Son los que llevan consigo el ánimo de la transformación, de la búsqueda de un futuro cierto y reparador de injusticias. Son los que quieren ver renacer a su patria. A los que les disgusta, hasta su misma raíz de ser humano, ver cómo se consumen, cómo se desperdician vidas por millares, por millones sin que alguien o algo detenga la sangría.
Es por eso que hoy ha llegado el momento de las definiciones. No más continuidad, no más expoliación irracional de bienes y personas. Hay que detener la concentración de la riqueza en unas cuantas, groseras, ambiciosas y autoritarias manos. Finiquitar el abuso, la apropiación indebida de los bienes públicos por los traficantes del poder. La sucesión presidencial ya desatada presenta, como nunca en el México del pasado medio siglo, la oportunidad de dar cauce creativo a la inconformidad. Hay necesidad imperiosa de ensayar un cambio de modos de vivir y gozar. Desterrar el conformismo suicida. La sucesión presidencial se decidirá entre estas dos posturas: el cambio efectivo y la continuidad del modelo que pastorea, con celo inigualable, la plutocracia local. Y esas dos posturas también se enfrentarán en el estado de México. La derecha panista está disuelta, no será rival de cuidado. El PRI, con todos los respaldos del sistema imperante, adicionado del uso mafioso, indebido del aparato público, irá por abrir la ruta a su producto dorado (Peña Nieto). En el otro lado se formará una coalición liderada por AMLO que le opondrá firme resistencia desde abajo. El triunfo, que se tiene a la vista, se afianzará con la decisión tajante, firme, abierta, de los que forman filas en la izquierda. Una alianza concordante, cimentada sobre la disposición de los mexiquenses de liberarse del yugo que imponen las apariencias llevadas a forma de gobierno. El pueblo, bien organizado, consciente y decidido, a pesar de muchas limitaciones hará la hombrada, la mujerada, de ganarle, con limpieza, al sistema, continuista y tramposo, que modeló su criatura.
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