FOTO: Octavio Gómez
Norberto Rivera, cardenal.
Marta Lamas
MÉXICO, D.F., 2 de marzo.- Hace unos días Julio Frenk, actualmente director de la Escuela de Salud Pública de Harvard, hizo una oportuna declaración: “La ciencia es el antídoto contra el fundamentalismo”. Justamente Frenk, cuando fue secretario de Salud en el gobierno de Fox, tuvo que enfrentar la fe religiosa de Carlos Abascal, entonces secretario de Gobernación, en relación a la pastilla de la anticoncepción de emergencia. Frente al dogma católico, que se opone a toda intervención humana en los procesos de la procreación (pues considera que la mujer y el hombre no dan la vida, sino que son depositarios de la voluntad divina), Frenk esgrimió el argumento científico –la diferencia entre fecundación e implantación– y reivindicó la laicidad del Estado. Y aunque en esa ocasión ganó su postura, fue alarmante ver cómo un funcionario devotamente religioso priorizó su fe por encima del desempeño de su responsabilidad gubernamental.
El caso de Abascal, un foco rojo de la cada vez más urgente necesidad de refrendar el deslinde entre religión y gobierno, no ha sido el único. La “guerra santa” de la Iglesia católica tiene incrustados en el gobierno a algunos panistas que parecen antiguos cruzados o recientes cristeros, como Bernardo Fernández del Castillo o Paz Fernández Cueto, quienes desde el Jurídico de la Secretaría de Salud y la Cámara de Diputados hacen todo lo posible para obstaculizar la vigencia de los derechos sexuales y reproductivos. Por eso la inclusión del concepto “laico” en la definición constitucional del Estado mexicano es lo más acertado que ha ocurrido en la política reciente en nuestro país.
Pese a la resistencia de algunos panistas, con esta reforma se refuerza el marco indispensable para la convivencia respetuosa. Nuestra Constitución consagra y garantiza la igualdad ante la ley, la libertad de conciencia, la de asociación y la de expresión, así como el derecho a la privacidad, que consiste en que ni el gobierno ni las Iglesias ni la sociedad se inmiscuyan en las decisiones íntimas de las personas. Para nuestra Constitución, todas las personas valen lo mismo, y todas tienen el mismo derecho a conducir su vida de la manera que elijan, respetando el derecho de las demás. Estas garantías constitucionales requieren la existencia de un Estado laico que no admita imposiciones religiosas a la decisión ciudadana. Por eso, para que las personas tomen decisiones con libertad de conciencia respecto a dos actividades íntimas de sus vidas –la sexualidad y la reproducción–, la laicidad del Estado se vuelve una forma de protección ante el acoso del fundamentalismo religioso.
No obstante que la separación del Estado mexicano de la Iglesia católica data de mediados del siglo XIX, el complejo proceso de limitar la injerencia de la institución religiosa sigue hasta la fecha. La jerarquía católica interviene cada vez más en las políticas públicas, y cada decisión política que le molesta o de la cual discrepa es motivo de campaña opositora, no sólo desde los púlpitos y confesionarios, como siempre lo ha hecho, sino ahora desde los medios de comunicación masiva. Con estrechas relaciones con grandes empresarios y dueños de cadenas televisivas, periódicos y radiodifusoras, los obispos aprovechan el peso simbólico que el catolicismo tiene en la cultura y expresan sus amenazas apocalípticas y su desprecio por todas las demás ideologías, a las que consideran falsas o equivocadas, pues sólo ellos se consideran en posesión de la Verdad.
La jerarquía católica ejerce su presión tanto sobre la libertad individual como sobre la política pública en un ámbito clave: la vida sexual y reproductiva de la ciudadanía. Para esa jerarquía la sexualidad es pecaminosa, y sólo se redime si se vuelve un medio para reproducir a la especie. La inmoralidad intrínseca de las prácticas sexuales sólo es expiable si éstas se hallan dirigidas a fundar una familia. Por lo tanto, la sexualidad no heterosexual, no de pareja, no coital, sin fines reproductivos y fuera del matrimonio es definida como anormal, enferma o moralmente inferior. De ahí también su homofobia, alentada por su ignorancia ante los planteamientos científicos en materia de sexualidad humana. Justamente la comprensión distinta de la condición humana que se da en la modernidad democrática se deriva de un saber científico sobre la sexualidad. Y este conocimiento ha otorgado a la homosexualidad un estatuto ético igual que el de la heterosexualidad, lo cual ha reformulado muchas cuestiones, entre ellas la aceptación del matrimonio civil entre personas del mismo sexo.
Es un hecho que el fundamentalismo religioso tiene costos altísimos para el conjunto de la sociedad, y que la práctica de tolerar a los intolerantes se vuelve a la larga un problema. La derecha religiosa y la derecha política (muchas veces indistinguibles) se refuerzan para seguir frenando los temas de política sexual. Por eso en México distintos sectores de la sociedad civil y de la sociedad política se aliaron para introducir esta explicitación de “Estado laico”, pues con ella se refuerzan los principios de una democracia moderna y pluralista: racionalidad y respeto a la diversidad.
MÉXICO, D.F., 2 de marzo.- Hace unos días Julio Frenk, actualmente director de la Escuela de Salud Pública de Harvard, hizo una oportuna declaración: “La ciencia es el antídoto contra el fundamentalismo”. Justamente Frenk, cuando fue secretario de Salud en el gobierno de Fox, tuvo que enfrentar la fe religiosa de Carlos Abascal, entonces secretario de Gobernación, en relación a la pastilla de la anticoncepción de emergencia. Frente al dogma católico, que se opone a toda intervención humana en los procesos de la procreación (pues considera que la mujer y el hombre no dan la vida, sino que son depositarios de la voluntad divina), Frenk esgrimió el argumento científico –la diferencia entre fecundación e implantación– y reivindicó la laicidad del Estado. Y aunque en esa ocasión ganó su postura, fue alarmante ver cómo un funcionario devotamente religioso priorizó su fe por encima del desempeño de su responsabilidad gubernamental.
El caso de Abascal, un foco rojo de la cada vez más urgente necesidad de refrendar el deslinde entre religión y gobierno, no ha sido el único. La “guerra santa” de la Iglesia católica tiene incrustados en el gobierno a algunos panistas que parecen antiguos cruzados o recientes cristeros, como Bernardo Fernández del Castillo o Paz Fernández Cueto, quienes desde el Jurídico de la Secretaría de Salud y la Cámara de Diputados hacen todo lo posible para obstaculizar la vigencia de los derechos sexuales y reproductivos. Por eso la inclusión del concepto “laico” en la definición constitucional del Estado mexicano es lo más acertado que ha ocurrido en la política reciente en nuestro país.
Pese a la resistencia de algunos panistas, con esta reforma se refuerza el marco indispensable para la convivencia respetuosa. Nuestra Constitución consagra y garantiza la igualdad ante la ley, la libertad de conciencia, la de asociación y la de expresión, así como el derecho a la privacidad, que consiste en que ni el gobierno ni las Iglesias ni la sociedad se inmiscuyan en las decisiones íntimas de las personas. Para nuestra Constitución, todas las personas valen lo mismo, y todas tienen el mismo derecho a conducir su vida de la manera que elijan, respetando el derecho de las demás. Estas garantías constitucionales requieren la existencia de un Estado laico que no admita imposiciones religiosas a la decisión ciudadana. Por eso, para que las personas tomen decisiones con libertad de conciencia respecto a dos actividades íntimas de sus vidas –la sexualidad y la reproducción–, la laicidad del Estado se vuelve una forma de protección ante el acoso del fundamentalismo religioso.
No obstante que la separación del Estado mexicano de la Iglesia católica data de mediados del siglo XIX, el complejo proceso de limitar la injerencia de la institución religiosa sigue hasta la fecha. La jerarquía católica interviene cada vez más en las políticas públicas, y cada decisión política que le molesta o de la cual discrepa es motivo de campaña opositora, no sólo desde los púlpitos y confesionarios, como siempre lo ha hecho, sino ahora desde los medios de comunicación masiva. Con estrechas relaciones con grandes empresarios y dueños de cadenas televisivas, periódicos y radiodifusoras, los obispos aprovechan el peso simbólico que el catolicismo tiene en la cultura y expresan sus amenazas apocalípticas y su desprecio por todas las demás ideologías, a las que consideran falsas o equivocadas, pues sólo ellos se consideran en posesión de la Verdad.
La jerarquía católica ejerce su presión tanto sobre la libertad individual como sobre la política pública en un ámbito clave: la vida sexual y reproductiva de la ciudadanía. Para esa jerarquía la sexualidad es pecaminosa, y sólo se redime si se vuelve un medio para reproducir a la especie. La inmoralidad intrínseca de las prácticas sexuales sólo es expiable si éstas se hallan dirigidas a fundar una familia. Por lo tanto, la sexualidad no heterosexual, no de pareja, no coital, sin fines reproductivos y fuera del matrimonio es definida como anormal, enferma o moralmente inferior. De ahí también su homofobia, alentada por su ignorancia ante los planteamientos científicos en materia de sexualidad humana. Justamente la comprensión distinta de la condición humana que se da en la modernidad democrática se deriva de un saber científico sobre la sexualidad. Y este conocimiento ha otorgado a la homosexualidad un estatuto ético igual que el de la heterosexualidad, lo cual ha reformulado muchas cuestiones, entre ellas la aceptación del matrimonio civil entre personas del mismo sexo.
Es un hecho que el fundamentalismo religioso tiene costos altísimos para el conjunto de la sociedad, y que la práctica de tolerar a los intolerantes se vuelve a la larga un problema. La derecha religiosa y la derecha política (muchas veces indistinguibles) se refuerzan para seguir frenando los temas de política sexual. Por eso en México distintos sectores de la sociedad civil y de la sociedad política se aliaron para introducir esta explicitación de “Estado laico”, pues con ella se refuerzan los principios de una democracia moderna y pluralista: racionalidad y respeto a la diversidad.
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