domingo, 29 de noviembre de 2009

VÍCTIMAS DE LA LEY

2009-11-29
Esta historia no es real, pero podría serlo
MEXICO, D.F., 28 de noviembre
(Reporte Indigo/Félix Arredondo).- Esta historia no es real, pero podría serlo.
Sus personajes son acechados por una ley que no alcanzan a entender.
Son víctimas de un sistema que invade su vida personal. Los sigue, los espía y los condena sin haber sido declarados culpables.
Esta ley no es una fantasía. Es parte de un proyecto que está a punto de ser enviado al Poder Legislativo para su aprobación.

Si el Congreso da el visto bueno a dicha iniciativa, esta historia podría sucederle a cualquiera, no sólo a los Cuéllar.
Es difícil creer que en el México del siglo 21 alguien se atreva a proponer una ley de este tipo.
Ojalá que este artículo sirva para hacer reflexionar a quienes tienen la obligación de impedir que se convierta en realidad la pesadilla de los Cuéllar.
Ojalá que hagan lo necesario para poner fin a la pesadilla que ya sufrimos todos por vivir en un México secuestrado.
La madrugada del 26 de diciembre, la familia Cuéllar viajaba en su suburban rumbo a San Antonio, Texas. Tenían planeado pasar el fin de año en el “otro lado”.
Los Cuéllar nunca imaginaron que tan pronto ellos salieron de su casa, un grupo armado se introdujo sigilosamente a su domicilio.
Cuando apenas habían avanzado unas cuantas cuadras, Roberto se dio cuenta de que había olvidado su pasaporte.
Se dio vuelta en “u” para regresar a casa.
Cuando faltaban pocos metros para llegar, notó que algo raro ocurría en su domicilio.
Había alcanzado a ver un fugaz destello de luz, como de una linterna, en una de las recámaras del segundo piso.
Por fortuna, en ese momento pasaba una patrulla de la Policía Municipal, así que Roberto pidió ayuda.
Pronto la casa fue rodeada por varias patrullas, y los intrusos fueron sorprendidos in fraganti dentro del domicilio.
Sin embargo, para sorpresa de los policías municipales y del propio Roberto, los que actuaban como delincuentes en realidad no lo eran.
Los hombres vestidos de negro y con capuchas resultaron ser policías federales.
Mostraron una orden expedida por un juez federal que los autorizaba a entrar a la casa.
Roberto no salía de su asombro. Los policías municipales tampoco.
¿Por qué un juez federal había permitido allanar su domicilio en su ausencia?
Ya dentro de su casa, Roberto encontró otra desagradable sorpresa. Los policías federales habían empezado a instalar micrófonos.
La orden judicial también los autorizaba a colocar estos dispositivos para grabar las conversaciones de Roberto y su familia.
Roberto exigió una explicación, pero los elementos federales guardaban silencio. “La ley nos impide comentar cualquier cosa al respecto”, decían. Y no mentían. El artículo 17 de la nueva Ley Antisecuestro se los prohibía.
Esa ley permitía a la policía solicitar una orden de cateo para “investigar”. Y lo podía hacer basada únicamente en “indicios”, como una llamada anónima.
Claro, “corroborada” por la policía, según la ley.
De acuerdo con el artículo 26 de la nueva ley, “el Ministerio Público recibirá las denuncias y reportes anónimos que le sean presentadas respecto de las cuales realizará las diligencias respectivas en términos del Código Federal de Procedimientos Penales y la Ley General del Sistema Nacional de Seguridad Pública”.
Y no es que Roberto fuera culpable.
Sólo era sospechoso. Y en razón de ello se autorizó una orden de cateo que incluía el permiso para entrar subrepticiamente e instalar micrófonos.
A los Cuéllar, como a miles de familias de México, la aprobación de esa ley les había pasado de noche.
Sabían que se había aprobado una ley para castigar a los secuestradores con cadena perpetua. Sin embargo, nunca se imaginaron que aquella legislación contenía disposiciones tan aberrantes como la del artículo 29:
“El Ministerio Público podrá solicitar, conjuntamente con la orden de cateo, la autorización de intervención de comunicaciones privadas con la finalidad de instalar instrumentos de vigilancia en el lugar cateado sin el conocimiento de los propietarios, poseedores o detentadores del inmueble”.
Roberto no era un secuestrador. Ni la policía, ni el Ministerio Público tenían evidencia de que lo fuera. Simplemente era sospechoso.
¿Qué hubiera pasado –se preguntaba – si hubiera entrado a su casa sin advertir la presencia de aquellos tipos?
¿Su familia y él mismo podrían haber resultado heridos? ¿Alguien podría haber muerto, o él podría haber matado a alguien en su propia casa?
Pero eso no era todo. Roberto nunca imaginó que todas sus conversaciones telefónicas habían sido grabadas.
Un juez federal había autorizado a la Policía Federal a invadir la privacidad de Roberto con fundamento en lo dispuesto en el artículo 27 de la nueva ley:
“El Procurador General de la República o los servidores públicos en quienes delegue la facultad, los Procuradores de Justicia de los Estados y del Distrito Federal, así como las autoridades federales facultadas en Ley para ello podrán solicitar a la autoridad judicial federal su autorización para la intervención de comunicaciones privadas”.
¿En qué país vivo?, se preguntaba Roberto. ¿Acaso esta policía es como la Gestapo, la Stasi o la KGB?
Pero aquello no era más que el principio de una pesadilla que habría de ocurrir seis meses después.
Las consecuencias de la ley
Un buen día, Roberto recibió una llamada de alguien que sabía todo sobre él. Incluso estaba al tanto de la relación de amistad que había tenido con Carolina.
El personaje misterioso puso la grabación de la emotiva conversación de despedida que habían tenido Roberto y Carolina en el Café del Bosque. Se habían dado un beso y se habían dicho cosas muy personales.
Roberto recordaba perfectamente. La grabación había sido obtenida mediante un procedimiento legal de acuerdo con lo dispuesto en el artículo 28 de la nueva Ley Antisecuestro:
“Se podrá obtener información en lugares públicos mediante instrumentos y técnicas que permitan amplificar y, en su caso, grabar conversaciones a distancia, cuando existan indicios de que aquéllas estén relacionadas con las conductas previstas en el presente ordenamiento”.
Si los policías que espiaron a Roberto hubieran sido sorprendidos in fraganti grabando sus conversaciones con Carolina, nada hubiera pasado.
Hubiera sucedido lo mismo que con el allanamiento de la casa. Los policías descubiertos simplemente hubieran mostrado la orden que los autorizaba a grabar en espacios públicos y a distancia.
Roberto tampoco sabía que Telmex y Telcel habían entregado a la policía una relación pormenorizada de todas las llamadas que había hecho durante el último mes. Como todas las compañías telefónicas, estaban obligadas a proporcionar esos datos.
El artículo 30 de la nueva ley señala que “Los concesionarios de redes públicas de telecomunicaciones y, en lo aplicable, las empresas comercializadoras de servicios de telecomunicaciones, de conformidad con las disposiciones aplicables, tratándose de la investigación de los delitos previstos en esta Ley, sin perjuicio de lo dispuesto para otros delitos, están obligados a:
“I. Proporcionar de forma inmediata y sin demora a los titulares del Ministerio Público de la Federación o de las Entidades Federativas o los servidores públicos en quienes deleguen dicha atribución, la información relativa al número telefónico que se le indique y los datos del usuario registrado como cliente.
“II.Proporcionar oportunamente asistencia técnica y la información que requieran los titulares del Ministerio Público de la Federación o de las Entidades Federativas o los servidores públicos en quienes deleguen dicha atribución”.
Quienes tenían los videos y fotos siguieron llamando. Y Roberto tuvo que acceder a pagar lo que le pedían.
Tenían tanta información sobre él y lanzaban tantas amenazas contra su familia, que no había forma de tratar de eludirlos. Sin duda, eran o habían sido policías. Sabían quién era y también dónde vivían sus familiares y amigos.
Secreto de confesión
Si aquel 26 de diciembre Roberto estaba furioso. Después de seis meses, sentía miedo. No sabía a quién acudir, ni qué hacer.
Temía por su vida y la de los suyos.
Temía ser objeto de un escándalo. Sabía que tenía que pagar.
No podía acudir con nadie, ni confiar en nadie. ¿Quién le podría garantizar que no sería grabado nuevamente?
Decidió acudir con el padre Chuy, su amigo y confidente. Pero el párroco también había sido víctima de la nueva Ley Antisecuestro.
Según la policía, cuando Roberto se fue a confesar con el sacerdote, le habría contado de sus ilícitos relacionados con secuestros.
Por eso, pasada la fiesta de Navidad, la noche del 25 de diciembre, elementos de la Policía Federal fueron por el padre Chuy.
Tenía que declarar ante el Ministerio Público todo lo que le había contado Roberto.
Le advirtieron que la nueva ley no le permitía acogerse a los artículos 243 y 243 Bis, que le eximían de la obligación de declarar y revelar un secreto de confesión.
Las cosas habían cambiado. Conforme a lo dispuesto en el artículo 31, estaba obligado a quebrantar el secreto de confesión.
Y es que ese artículo establecía que “Toda persona que sea testigo de las conductas previstas en el presente ordenamiento está obligada a declarar con respecto a los hechos investigados.
“No serán aplicables las excepciones a que se refieren los artículos 243 y 243 Bis del Código Federal de Procedimientos Penales en los casos en que esté en peligro la vida de la víctima.
“El Ministerio Público, bajo su estricta responsabilidad, podrá emplear las medidas de apremio que establezca el Código Federal de Procedimientos Penales”.
El párroco fue llevado a declarar por la fuerza. Lo haría como “presentado”.
Pero el padre se negó a hablar. Entonces, el Ministerio Público abrió una averiguación penal en su contra.
La nueva ley no sólo obligaba a los curas a revelar sus secretos profesionales.
Lo mismo pasaba con los abogados, médicos y periodistas, quienes ya no podrían ampararse en el artículo 243 del Código de Procedimientos Penales.
Finalmente, Roberto fue con el cura. Le platicó lo que le pasaba y el chantaje del que era objeto, pero ambos sabían que nada se podía hacer. Menos aún con la nueva Ley Antisecuestro y con la policía “modelo”.
La policía modelo
Curiosamente, desde que se promulgó la ley, no se volvió a saber de policías procesados por estar involucrados en delitos de secuestro.
Aunque sí era frecuente que muchos de ellos fueran confundidos con secuestradores.
En realidad, según el gobierno, no eran delincuentes, sino policías encubiertos.
De acuerdo con lo dispuesto en el Capítulo Décimo de la Nueva Ley para Prevenir y Sancionar los Delitos en Materia de Secuestro, se habían legalizado las operaciones encubiertas y los infiltrados.
En medio de sus miedos, y después de seis meses de que la policía había allanado legalmente su casa, Roberto todavía se preguntaba si aquello era realidad o una pesadilla.
Si era realidad, no se perdonaba el no haber hecho algo para impedir la aprobación de esa ley.
¿Por qué los periodistas no alzaron su voz contra esta legislación staliniana, hitleriana?
¿Por qué los obispos y cardenales se quedaron callados cuando se les coartó su derecho a mantener el secreto de confesión?
¿Qué hizo el nuevo ombudsman para frenar la ley?
¿Por qué los diputados y senadores adelantaron el reloj legislativo para aprobar al vapor aquella ley justo antes de irse de vacaciones?

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