Lydia Cacho
18 marzo 2010
Sentada en el patio con dos pequeñas de 7 y 4 años, refugiadas por violencia extrema, las escucho. Sus gestos, la manera en que gesticulan y cómo la más pequeña toca mi mano mientras escribo lo que cuentan, me hace sentir el privilegio de su confianza. Interrumpo para mirarlas y preguntar. Me percato del poder impresionante de niñas y niños para resignificar sufrimiento, miedo y dolor.
En su recuento de una realidad abrumadora, entremezclan fantasía. Así cuando el padre las atacaba, la menor explica con tono de cuentista experta: “Papá se ponía la máscara de Chucky”. Hago preguntas hasta que entiendo que sí son capaces de distinguir que su padre no es un monstruo, sino un hombre que a veces les daba dulces y reía con ellas, pero cuando las atacaba, en su imaginación él se transforma. Cuando los padres peleaban a veces veían en la madre esa misma máscara.
La más grande expresa que su madre, herida en el piso, le pedía que llamara a la policía pero quedó paralizada. Y la pequeñita con su carita redonda y voz dulce que quiebra a cualquiera, dice que ella sí marcó a la policía y cuando llegaron los agentes (milagro) “ellos pensaban que mami estaba muerta, pero no”. Narra con la naturalidad que sólo pueden expresar quienes conviven con la violencia como un hecho natural de sus vidas. Miro a la mayor, le pregunto si su hermana llamó a la policía y ésta me asegura que así fue. Por eso fueron rescatadas.
Las pequeñas se abrazan, les pregunto cómo se quieren y sonríen: “Muchísimo, de aquí hasta el sol y nos cuidamos solitas”. La sicología tiene explicaciones para la conducta de estas pequeñas, una es la resistencia, con dos componentes: frente a la destrucción, es decir, la capacidad de proteger la propia integridad bajo presión, y la capacidad de forjar un comportamiento vital positivo pese a las dificultades.
Entre los 10 mil niños y niñas huérfanos por violencia de Ciudad Juárez, entre las y los 60 mil desplazados de Chihuahua, he encontrado miradas y voces similares a las de estas pequeñas. En Tamaulipas, en Guerrero, la gente no sólo resiste y sobrevive, sino resignifica sus vivencias para cuidar a las y los otros. Está claro que nadie debería vivir estas violencias, pero no cabe duda de que a México lo salvan esas niñas, niños y personas que se niegan a someterse al cinismo de quienes ven todo blanco y negro. Los ejemplos del poder transformador de los pequeños esfuerzos individuales no compiten con el rating del espectáculo de la violencia, pero ellos sacarán a este país de la intimidación y el terror al cual los poderes y la cultura de la violencia y la ambición le han sometido. Dice una canción de Luis Eduardo Aute: entre morir o matar, prefiero amar. Yo, como las pequeñas, también lo prefiero.
jueves, 18 de marzo de 2010
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