Carmen Aristegui F.
18 Dic. 09
La disfuncionalidad de la vida pública mexicana está llegando a tope. Se abre un debate sobre ello justo en este fin de año. El fenómeno está presente en prácticamente todos los ámbitos de la vida nacional: cerramos 2009 con dos sentencias condenatorias en contra del Estado mexicano desde la justicia internacional. Las resoluciones judiciales que emitió la Corte Interamericana de Derechos Humanos sobre el caso del 'Campo Algodonero' por las mujeres asesinadas en Ciudad Juárez, y por el caso Rosendo Radilla, desaparecido en 1974 por miembros del Ejército Mexicano, exhiben uno de los grandes temas no resueltos de la transición política de nuestro país: el abuso de poder y la impunidad.
Aunque el año termina con el primer gran éxito gubernamental, atribuible a la Marina de México, en la lucha contra el crimen organizado con la muerte de Arturo Beltrán Leyva en Cuernavaca, eso no disipa las dudas y cuestionamientos que genera la estrategia general instrumentada por el gobierno federal en contra de la delincuencia. La marca de este sexenio estará relacionada con la cruenta batalla que ha derivado en miles de muertos y el clima de inseguridad y descomposición presente en buena parte del territorio nacional. Cerramos el año con la misma pregunta: ¿sabe Calderón a dónde se dirige todo esto?
La economía cierra el año con los peores resultados posibles frente a una crisis global. Tendremos una caída de más de 7 por ciento en el PIB; la pobreza y el desempleo ensanchados con millones de personas que apenas sobreviven y, por lo menos 7 millones de jóvenes en el país que no estudian, que tampoco trabajan, que no tienen rumbo y que se convierten en la viva imagen del desamparo y la desolación.
En la vida política, el sabor que queda es el de la fractura no resuelta, el del encono inoculado desde 2006, y aún antes, que dinamitó puentes de entendimiento básico para emprender tareas transformadoras. Debe sumarse al diagnóstico la cortedad de miras que caracteriza a una buena parte de la élite política y un diseño de incentivos que han pervertido la tarea política nacional. Lo que hay es un agotamiento, una verdadera crisis en la representación política de la sociedad.
Con este diagnóstico, en un contexto de debilidad política y con el mayor cálculo posible de los efectos que causaría, es que Felipe Calderón lanza al ruedo y al Congreso la serie de iniciativas para una reforma política de largo alcance que deberían concitar un debate nacional. No son asuntos nuevos en la discusión académica y política. Desde hace años éstos y otros temas que no contempla la lista de Calderón están discutidos hasta la saciedad. La reelección de legisladores, alcaldes y jefes delegacionales; las candidaturas independientes; la segunda vuelta presidencial, etcétera, están ahí como temas para una reingeniería de Estado que no termina por realizarse. La novedad ahora es que, la reforma debatida una y mil veces, se ha traducido ya en una primera ronda de iniciativas. De prosperar, sería una de las más importantes transformaciones político-electorales realizadas en México en los últimos 15 años, por lo menos. Se trata de reformas profundas a las que deberán agregarse otras del mismo ámbito, otras sobre monopolios y competencia económica, en materia de medios de comunicación y telecomunicaciones y las que hiciere falta para que, en su conjunto, realmente logre transformarse y modernizarse la vida pública nacional. Las que plantea Calderón, se promueven desde una Presidencia debilitada y con casi nulo poder de convocatoria entre la clase política -que por demás se ha mostrado básicamente a la defensiva- pero, por tratarse de temas de este calado, no es de descartarse que se desarrolle un contexto de exigencia crítica y social que obligue a los partidos, gobernantes y legisladores a tomar definiciones. Puede gustar o no lo que plantea Calderón. Se puede reclamar por las omisiones y la falta de integralidad en la propuesta. Incluso por la oportunidad u oportunismo de su iniciativa. Lo que sea. Lo que no se puede negar es el diagnóstico: una sociedad fastidiada, resentida, demandante en un contexto de crispación, de violencia y de falta de caminos. De eso y otras cosas está hecho el fantasma del estallido social. Por eso y por un sentido de sobrevivencia, la clase política y la sociedad están obligadas a desplegarse en un debate nacional verdadero que dibuje, finalmente, una ruta de salvación. Nuestras gestas de Independencia y Revolución deberían inspirar esta tarea.
sábado, 19 de diciembre de 2009
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario