miércoles, 24 de junio de 2009

Democracia mediatica

Una democracia mediática
Luis Linares Zapata

En medio de la peor caída del empleo y de la producción industrial de que se tenga memoria en el país desde la Gran Depresión (1929), parte sustantiva de la crítica que se expresa en medios sigue ensartada en discurrir sobre la validez o pertinencia del voto en blanco.

Los más de 2 millones de personas que engrosarán –sólo en este año electoral– el desempleo, les parecen materia de segunda mano. El derrumbe (-18 por ciento) sin precedente de la producción industrial les pasa de largo, a juzgar por su marcado desinterés sobre el tema.

El manojo de conductores y titulares de programas de comentario, con salidas públicas privilegiadas en los medios electrónicos de comunicación, fijan sus baterías retóricas muy lejos de tales temas, ambos cruciales para la justicia distributiva o para la informada, crucial, acción de votar. Pero la actuación defensiva emprendida por López Obrador ante el ataque sobre el electorado perredista de Iztapalapa, perpetrado por el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF) al designar a Silvia Oliva como candidata a delegada, les atrae de manera compulsiva. Se enfrascan así en una avasallante purga en busca de culpables y nadie más propicio que AMLO para descargar sobre él las furias de sus juicios terminales.

El linchamiento mediático hacia AMLO es, como en otras ocasiones, descomunal, por decir lo mínimo. El autoritarismo ha sido el catálogo preferente de conductores y opinadores de clara y porosa tendencia conservadora. Estos señores y señoras reaccionan de manera virulenta ante cualquier reclamo a su actuación. Se piensan periodistas independientes cuando, en la práctica, han terminado por ser, en verdad, auxiliares orgánicos de las empresas donde alquilan sus talentos. O, más que eso, defensores de oficio, o por consigna, de los intereses de los concesionarios que les dan tan conspicuas oportunidades difusivas.

Esta comentocracia, con sus señeros representantes ya harto conocidos para nombrarlos, se han regodeado en algunos de los ángulos más agudos y sonoros del alegato de AMLO ante la masiva concentración en Iztapalapa, ya muy citada por ellos y ellas. Además del autoritarismo, se vienen apuntando, con esmero digno de relojero suizo, otros aspectos de la personalidad de AMLO: atrabiliaria, según sus reglas inapelables de mostrar lo que, ellos, juzgan como hechos demostrados.

AMLO, acusan, diseñó un atajo ilegítimo (otros suponen ilegal sin mostrar las fallas para tal consideración) para no acatar el mandato del tribunal. Una arista personal ya bien resaltada en sus anteriores diatribas contra el que, a pesar de sus sentencias condenatorias, es, y sigue siendo, el más popular, honesto y atractivo líder del país. Gritan que le da órdenes al jefe de Gobierno (Marcelo Ebrard), a la Asamblea y al candidato del PT, sin respeto alguno. Citan sus detractores, con vehemencia inusitada, los trillados lugares comunes de la crítica insulsa.

Nunca, bajo consideración alguna pensaron (y siguen sin recalar en ello) que la detallada exposición de AMLO ante la audiencia callejera obedeció al prurito de presentar, ante los electores de Iztapalapa, lo que se iba a hacer para defender su voto. Nada quedó oculto o disfrazado con tono discreto. Había que exponer, con claridad y crudeza, la ruta escogida. Ciertamente no era la mejor, la pulcra y directa, tampoco la indicada en condiciones normales. Es una ruta de escape a la imposición. Pero, sin embargo, es una alternativa sujeta al mejor y libre juicio de los electores. Nadie les obligará a la obediencia, sino que se apela al sano criterio, a su conveniencia y responsabilidad. Ya sabrán los ciudadanos si la apoyan o rechazan.

La ruta apuntada por AMLO es una que evita ser arrollado por las complicidades de unos cuantos ambiciosos del PRD en connivencia con los usuales enemigos del pueblo. No de ese pueblo bueno que tanto citan como el falso referente obradorista cuando ejercen sus críticas laterales para descalificarlo de manera tramposa. El que reclama Obrador es ese pueblo que titula y signa su propio accionar. El depositario real de la soberanía, el efectivo motor del cambio venidero. Obrador se dirige a ese pueblo, cada vez más harto y consciente, para invitarlo a que sea actor de una epopeya, la de su emancipación: para que ya no sea el destinatario efectivo de los múltiples agravios que les derrama el poder establecido.

Para AMLO, como para otros muchos, el pueblo es el abigarrado segmento, en verdad, mayoritario de la población que ha sufrido y sufre, en carne propia, discriminaciones cotidianas e injusticias distributivas que los atan a la marginación y a la pobreza más indignante. Aparte de ese pueblo (de Iztapalapa) había que encontrarle una ruta de escape a la atrabiliaria decisión del TEPJF.

El tribunal actuó de manera por demás impropia. Atrajo un caso sin importancia nacional. Uno que ya había sido dictaminado en contrario por varias instancias: internas del PRD, en el IEDF y el TEDF. A pesar de ser notoriamente extemporánea la petición de la afectada, hoy candidata por mandato terminal, se le atendió oficiosamente, una ruta indebida para tan alto tribunal, sobre todo dado lo avanzado del proceso electivo. La anormalidad continua al presentar, en la boleta, el nombre de quien no será la destinataria de las simpatías populares, sino, precisamente, su rival. Pero tal embrollo no es motivo de reflexión de la opinocracia. Para ellos lo importante es apedrear a Obrador, restarle fuerza, exponerlo al escarnio cotidiano, abrir la puerta a los que puedan disputarle su candidatura, cualquiera que represente, para ellos y sus patrones explícitos, la continuidad segura de sus privilegios.

En el fondo, todo se reduce, quiéranlo o no, díganlo o disfrácenlo, a parar a quien sostiene la urgencia de un cambio completo, radical, del modelo de gobierno y de país en pos de construir una nación independiente y justa.

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